La mirada de Iñárritu – Jordi Soler

Casa de México en España

He estado en medio de la alquimia que se desamarra en el plató  cuando Alejandro G. Iñárritu dirige a sus actores.

Una alquimia que a veces es una brisa apacible y otras se arremolina como un ciclón. Una vez vi cómo un famoso actor repetía infinidad de veces una toma y, en cada repetición, tenía que comerse un plato de espagueti. Al ver como Iñárritu lo convencía para que hiciera otra toma, y consecuentemente se comiera el enésimo plato de pasta, pensé que a su maestría narrativa y a su espíritu de mariscal en el campo de batalla, había que añadir sus dotes de brujo y su ingenio de hipnotizador. 

Tenemos Alejandro y yo, desde hace muchos años, una conversación ininterrumpida por teléfono o por Whatsapp, o sentados en la mesa mientras compartimos el vino y el pan, y diseccionamos algún asunto propio o ajeno, terrestre o divino. Una vez, en el tiempo de la sobremesa, cuando ya íbamos navegando plácidamente hacia el atardecer, le hablé de esa honda mirada mexicana que atraviesa, como hace Quetzalcóatl del crepúsculo al alba en el plano astral, esa obra suya tan poderosa, tan diversa y cosmopolita, tan planetaria y mundial.

Más allá de Amores Perros y de la extraordinaria Bardo, donde esa mirada se manifiesta con más intensidad, coloqué imprudentemente y como ejemplo sobre la mesa, entre las copas y las tazas de café, esa película suya de aire  extranjero, la vertiginosa Birdman, una obra neoyorquina, con actores estadounidenses y un solo plano glorioso y serpenteante que repta del principio hasta el final de la historia, como ese Quetzalcóatl que hace unas líneas puse a reptar en el plano astral. Incluso esta película, donde pueden distraernos fácilmente la lengua y la geografía, está articulada a partir de la mirada profundamente mexicana del director y esto, le decía yo en aquella sobremesa, inscribe su cine en la corriente de los creadores que han apuntalado, con un vistoso instrumental cosmopolita, esa mirada propia y específica de su territorio. Pienso, dije mientras veía trajinar al camarero con una pila de manteles blancos, en Alfonso Reyes, en Octavio Paz y en Carlos Fuentes, cuyas obras transmutaron lo local en universal.

Y cuando hablamos de lo local en el mundo hispano ya estamos abordando la universalidad de Cervantes, esa forma de narrar dónde campean la experimentación, el punto de vista múltiple o, para decirlo como Erasmo de Rotterdam, el elogio de la locura. Pero qué voy a contarte a ti de tus películas, le dije a Iñárritu cuando salíamos a la noche cálida de Barcelona, bajo una luna roja que, sin ningún pudor, dejaba su rastro en el vaivén del mar.   

Por Jordi Soler