La mirada de Iñárritu - Jordi Soler
He estado en medio de la alquimia que se desamarra en el plató cuando Alejandro G. Iñárritu dirige a sus actores. Una alquimia que a veces es una brisa apacible y otras se arremolina como un ciclón. Una vez vi como un famoso actor repetía infinidad de veces una toma y, en cada repetición, tenía que comerse un plato de espagueti.
Al ver como Iñárritu lo convencía para que hiciera otra toma, y consecuentemente se comiera el enésimo plato de pasta, pensé que a su maestría narrativa y a su espíritu de mariscal en el campo de batalla, había que añadir sus dotes de brujo y su ingenio de hipnotizador.
Tenemos Alejandro y yo, desde hace muchos años, una conversación ininterrumpida por teléfono o por Whatsapp, o sentados en la mesa mientras compartimos el vino y el pan, y diseccionamos algún asunto propio o ajeno, terrestre o divino. Una vez, en el tiempo de la sobremesa, cuando ya íbamos navegando plácidamente hacia el atardecer, le hablé de esa honda mirada mexicana que atraviesa, como hace Quetzalcóatl del crepúsculo al alba en el plano astral, esa obra suya tan poderosa, tan diversa y cosmopolita, tan planetaria y mundial. Más allá de Amores Perros y de la extraordinaria Bardo, donde esa mirada se manifiesta con más intensidad, coloqué imprudentemente y como ejemplo sobre la mesa, entre las copas y las tazas de café, esa película suya de aire extranjero, la vertiginosa Birdman, una obra…